miércoles, 4 de noviembre de 2015


   –¿Te has portado bien?– le preguntó Mario mientras comían en la mesa de la cocina
–Sí, no me he movido del piso como te prometí; pregúntale a Bruno si quieres– respondió sincera –Ya lo he hecho, solo me estaba asegurando– aclaró guasón, ella lo miró reprochadora y él soltó una alegre carcajada
–Ah, ha llamado Rosa por teléfono preguntando si estabas aquí...– expuso despreocupada mientras continuaba con su comida
–No quiero que contestes al teléfono, Ana– expresó rotundo, ella lo miró a los ojos– déjalo sonar, ya saltará el contestador... no sabemos quien puede llamar y ese imbécil tiene mil y un recursos
–Eso hice– aclaró serenamente y ahora fue él el que se quedó mirándola desconcertado a los ojos– lo dejé sonar hasta que oí la voz de Rosa, y entonces contesté– explicó satisfecha, Mario sonrió complacido
–Chica lista– expresó deleitado y ella le dedicó una de aquellas maravillosas sonrisas que tanto le gustaban a Mario– ¿y qué quería?
–Dijo que estuvo llamándote al móvil pero no le cogías y no sabía dónde andabas...– volvió a mirarlo fijamente a los ojos y Mario detectó cierto nerviosismo en aquellos preciosos ojos grises– parecía preocupada al no poder contactar contigo ¿a dónde fuiste? ¿Acaso pasó algo?– indagó inquieta, él le sonrió tranquilizador
–No, no pasó nada mi chiquita, tranquila ¿vale?– expresó acariciándole dulcemente la mejilla, pero ella lo miraba retraída como si no le creyera del todo– estuve liado en las afueras de la ciudad y no pude ir por la comisaría ni se me ocurrió avisar...– mintió y, para evitar los ojos de Ana y que pudiera descubrirlo, se centró en revisar su teléfono móvil; ciertamente tenía varias llamadas perdidas de su compañera. Regresó su mirada a Ana y sonrió tierno– y al parecer no hay cobertura por aquellos lugares, de ahí probablemente la inquietud que percibiste en Rosa– aclaró y ella pareció serenarse– ¿A qué no adivinas dónde he estado y a quién he conocido?– expresó sonriendo ameno, ella negó con la cabeza– pues en el orfanato, quería comprobar si era un lugar seguro; y he conocido a una personita de grandes ojos negros como luceros que me hizo prometerle que mañana te llevaría a verla –¡¿Has estado con Chispita?!– exclamó y sus ojos brillaron entusiasmados, él sonrió dando a entender que acertara– ¡¿De verdad me vas a llevar mañana al orfanato, Mario?!– instó ilusionada –He dado mi palabra y lo que prometo lo cumplo– expresó con plena sinceridad
–¡¡Oh Mario, gracias!!– exclamó feliz levantándose de su silla y se le abrazó al cuello besándolo nuevamente en la mejilla, él se quedó sorprendido ante aquel inesperado segundo gesto tierno de su parte y sonrió complacido.
–Por cierto, debes llamar a la hermana María; ayer se nos olvidó avisarla de tu traslado y estaba muy alterada al no dar contigo– expresó cariñoso, ella lo miró nerviosa a los ojos
–¿No le habrás contado lo que pasó, verdad?– indagó inquieta
–Pues no, no se me ocurrió ¿por qué?
–Menos mal– resopló más relajada sentándose en sus rodilla dejándolo desconcertado de nuevo– pues porque se preocupa excesivamente por todo y se angustia tremendamente; y al fin y al cabo, yo estoy bien ¿no? ¿Para qué inquietarla más de lo necesario, no crees?– siguió explicando desenfadada; él no salía de su asombro ante aquellas repentinas y continuas muestras de afecto por su parte cuando apenas hacía dos días esquivaba hasta el más mínimo roce suyo. Pero ¿eran reacciones espontáneas e inconscientes debido a su momentánea alegría o era que ya confiaba en él? Quiso comprobarlo; muy atento a su reacción pero decidido, le acercó suavemente la mano a la mejilla y pudo comprobar que ella ni se inmutó; siguió sonriéndole alegre sin esquivar su acercamiento demostrando que ya no temía a su contacto, que realmente confiaba en él, y aquello complació tremendamente a Mario
–Te quiere mucho y es normal que se preocupe, Ana– expresó tierno aprovechando aquel acercamiento para retirarle cariñoso unos rizos de delante de su cara; ella siguió sonriendo muy natural sin inmutarse
–Ya lo sé y lo comprendo; yo a ella también la quiero, muchísimo– declaró llena de ternura, él sonrió enternecido; volvió a besarlo de nuevo en la mejilla y se levantó de sus rodillas– voy a llamarla ahora mismo– resolvió alegremente dirigiéndose al teléfono que había en la cocina
–Pero ni se te ocurra decirle dónde te encuentras– repuso contundente, ella lo miró confundida– compréndelo Ana, por su bien y el de todos, es mejor que no lo sepa– explicó más comedido; ella se quedó unos segundos meditando en sus palabras; finalmente, sonrió comprensiva y asintió con la cabeza marcando el número del orfanato. Él aprovechó para irse a la sala y llamar a su compañera –Joder Mario ¿puede saberse dónde te habías metido?– increpó inquieta Rosa así descolgó
 –¿Qué dijo el capitán?– preguntó serenamente sin responder a su reclamo
–Nada, no va a hacer nada en tu contra por ahora; me preguntó si ciertamente donde tienes a Ana es seguro y no dijo nada más– explicó más calmada– ¿Dónde has estado que no contestabas al teléfono? –Comprobando que el camino y el orfanato fueran seguros para Ana; lleva mucho tiempo encerrada y la pobre está desquiciándose, así que voy a llevarla mañana a que pase allí la tarde
–Es comprensible, pobrecilla– murmuró compasiva– ¿Quieres que te acompañe?– se ofreció servicial –No, lo tengo todo planeado y mejor voy solo; seguro que ese gilipollas nos está controlando a los dos pues sabe que tarde o temprano lo llevaremos hasta ella y cuanto menos estemos juntos mejor; no se lo voy a poner fácil, Rosa: así tendrá que escoger si te sigue a ti o a mí
–Buena idea, pero júrame que me llamarás si ves algo fuera de lo normal; no te hagas el valiente Mario– avisó temerosa
–Tranquila, no pasará nada.
Mario se desperezó gustoso en su cama. La casa estaba en completo silencio y entraba bastante luz por las rendijas de su persiana. Examinó su reloj de pulsera que tenía sobre la mesilla, eran las nueve de la mañana; sonrió satisfecho: Ana aquella noche ya había podido dormir de un tirón. No solo ya confiaba en él, sino que se sentía tranquila allí y sus miedos se iban disipando, eso le complació. Se levantó y bebió de un solo trago un tazón de café en la cocina. Se fue al baño de invitados y se duchó. Envuelto de cintura para abajo con una toalla, se dispuso a afeitarse
–Mierda– murmuró fastidiado al darse cuenta de que se había olvidado recoger sus cosas de aseo del otro baño. Muy despacio entró en el dormitorio de Ana que dormía plácidamente boca abajo abrazada a la almohada. Al pasar junto a ella, no pudo evitar quedarse mirándola. Era una muchacha preciosa, pero así dormida y con aquel rostro tan sereno rodeado de aquella melena rizada rubia, era realmente hermosa. Ella se movió poniéndose boca arriba y sus pechos, de un tamaño considerable, redondos y turgentes, atraparon irremediablemente la mirada de Mario. Bajo aquella suave y fina tela color salmón podía apreciarse sus firmes y pequeños pezones. Mario se excitó irremediablemente ante aquella bella y provocadora imagen y, azorado y sofocado por aquella inesperada reacción de su cuerpo, huyó raudo al baño. Abochornado, recogió la brocha de afeitar y empezó a darse jabón enérgico por el rostro centrándose en su afeitado e intentando no pensar en aquella visión tan perturbadora.
Ana se despertó y se revolvió perezosa entre las sábanas, había dormido como hacía mucho tiempo no lograba dormir. Sonriendo complacida, se volvió descubriendo a Mario afeitándose en el baño. Metió los brazos por debajo de la almohada haciendo un pequeño montículo y, apoyando su barbilla en ella, observó curiosa como se pasaba meticulosamente la cuchilla por el cuello de manera ascendente retirando una pequeña cantidad de espuma, enjuagaba la cuchilla y repetía el gesto. Luego como se la pasó por las mejillas y, poco a poco, quedó perfectamente rasurado. Se enjuagó los restos de espuma y, al moverse levemente para coger la toalla del colgador a lado suyo, la descubrió mirándolo
–Lo siento ¿No te habré despertado?– se lamentó amable, ella sonrió tranquilizadora
–No, que va; llevo rato observándote– expuso y él la miró intrigado– ¿sabes que nunca había visto afeitarse a un hombre? No sabía que era tan provocador– aclaró desenvuelta, Mario rió divertido –¿Provocador?– repitió guasón
–Sí, excitantemente provocador– remarcó levantándose resuelta de la cama y Mario no pudo evitar quedarse mirando su cuerpo sinuoso que aquel ligero camisón torneaba y aquellas desnudas piernas rellenas y bien hechas tan hermosas. De nuevo un sofoco le sacudió todo el cuerpo
–Joder, excitantemente provocadora sí que lo eres tú– masculló alterado retirando presuroso sus ojos de aquel perturbador y hermoso cuerpo
–¿Qué has dicho?– preguntó ella sobresaltándolo, se había acercado sin él percibirlo; Mario tragó nervioso saliva
–Nada ¿Por qué?– expresó inquieto
–Porque te oí farfullar y pensé que me decías algo– resolvió desenfadada mientras se cubría con una fina bata también de raso y él respiró más tranquilo– ¿Ya has desayunado?
–Me he tomado un café
 –Eso no es un desayuno; voy a preparar algo mientras acabas ¿vale?– replicó resuelta besándolo dulcemente en la mejilla y Mario sintió como su piel se le erizaba gustosa provocando en todo su cuerpo un estremecimiento de placer. Ana salió del cuarto y él se sujetó a la pileta del lavabo mientras soltaba un fuerte resoplido para expulsar toda aquella tensión que había sufrido. Miró fijamente a su reflejo en el espejo
–Mario no vayas a cagarla, cálmate; ni se te ocurra fijarte en ella o entonces sí estarás metido en tremendo problema– se reprochó a sí mismo y aún se quedó mirándose fijamente a los ojos unos segundos más.
Ana se pasó la mañana canturreando por la casa. Se la veía tan alegre y feliz con la idea de ir al orfanato que contagió a Mario que no dejaba de sonreír entretenido.
–Voy un momento a hablar con Bruno, tú vete preparándote para irnos– avisó cuando acabaron de comer. Ella asintió con la cabeza y corrió al dormitorio para cambiarse. Abrió el armario observando fijamente los vestidos de Claudia y sus ojos quedaron atrapados en uno rojo precioso
–¿Y por qué no? Mario dijo que podía usar lo que quisiera y así nana María me verá bien guapa y se quedará mucho más tranquila– se dijo decidida y cogió el vestido de su percha. Tras ponérselo, se revisó meticulosamente ante el espejo girándose levemente para poder apreciar todos los ángulos. Su corte ceñido le dibujaba su silueta sin oprimirla y aquel escote en corazón dejaba distinguir sus generosos pechos sin llegar a ser escandaloso. Le sentaba perfecto y aquel rojo intenso le quedaba de maravilla con su tez clara y su pelo rubio– ¡Lo que se cambia con un buen vestido!– se dijo sonriendo satisfecha con el resultado
–¡Ya estoy de regreso!– anunció Mario entrando en el apartamento llevando una cazadora negra en la mano– ¿Estás lista? Se hace tarde y me gustaría regresar antes de que anochezca– siguió exponiendo mientras recorría el pasillo en dirección al dormitorio
–Sí; ya estoy– contestó pronta calzándose sus manoletinas negras ya que los zapatos de Claudia le quedaban demasiado grandes. Él entró en el dormitorio y se quedó estático al verla. Estaba increíblemente preciosa, aquel vestido le quedaba de ensueño marcándole sugestivamente las curvas de su cuerpo y resaltaba maravillosamente sus ojos claros. Otro acaloramiento lo invadió sofocándolo tremendamente
–Quítate ese vestido Ana– exclamó demasiado tajante sin esperárselo; no había querido ser tan déspota, pero con la alteración que estaba sufriendo, no pudo evitarlo; Ana lo miró sobrecogida
–Lo... siento, lo siento mucho; no quise molestarte, de verdad... pero tú dijiste...– balbuceó humillada llenándosele los ojos de lágrimas ante aquella fría y dura indicación por parte de él
–¡Oh Dios Ana, no; lo lamento mucho cielo!– expuso al instante mirándola conmovido y acercándose a ella– por favor, perdóname; lamento mucho haberte hablado así mi chiquita, no era mi intención– siguió lamentándose posando sus manos en los antebrazos de Ana, ella lo miraba confundida– claro que no me importa que los uses cielo, ponte el que quieras cuando desees... pero no hoy: quiero sacarte de aquí disimuladamente y, la verdad...– la miró pícaro de arriba abajo– con ese vestido sería imposible que pasaras inadvertida; estás preciosa– concluyó sonriendo gustoso, ella también sonrió más calmada
–¿De verdad?– instó presumida
–Preciosa es poco, estás increíble Ana– remarcó encandilado acariciando suavemente su mejilla y se rieron complacidos quedándose mirando unos segundos el uno al otro; Mario no podía apartar sus ojos de aquellos delicados labios suavemente perfilados de color fresa, lo atraían de una manera irracional, apenas podía resistirse, deseaba tremendamente atraparlos con los suyos... se volvió rápidamente alejándose de ella dejando sobre la cama la chaqueta que traía colgada del brazo– por favor, ponte unos vaqueros junto a esta cazadora que me prestó Bruno; pensaba darte una de las mías pero supongo que te quedarán enormes; apúrate, te espero en la sala– siguió explicando encaminándose fuera del dormitorio sin atreverse a volver a mirarla ¿Qué rayos tenia aquella mujer que lo trastornaba de aquella irracional manera? Se sentó en el sofá y se centró en revisar su arma para evitar pensar en Ana y lo maravillosamente hermosa que estaba con aquel vestido rojo.
–Ya estoy– apareció a los pocos minutos en la sala, él la observó y sonrió complacido al comprobar que la cazadora de Bruno le quedaba perfecta. Se levantó del sofá guardándose el arma en la cartuchera de su cintura
–Ven aquí– le indicó amable recogiendo una gorra de encima la mesita, ella se acercó y Mario, sujetando la gorra con los labios, empezó a recogerle el pelo muy despacio; Ana sentía un dulce cosquilleo por todo su cuerpo al notar sus manos acariciándole tan delicadamente el cabello, junto al aroma de su atrayente perfume, poco a poco fue envolviéndola como una especie de bruma maravillosa que le erizaba de manera sublime la piel. Mario le colocó la gorra y comprobó el resultado: con aquella cazadora y la visera, parecía un joven universitario– perfecto– murmuró satisfecho y a Ana otro delicioso escalofrío le recorrió de nuevo todo su cuerpo
 –¿Estoy bien?– preguntó en apenas un susurro, casi no podía hablar, aquellas cautivadoras sensaciones le habían atenazado la garganta
–Estás...– empezó a hablar él pero se calló y se quedaron mirándose unos segundos fijamente a los ojos; aquella mujer estaba preciosa se pusiera lo que se pusiera; Mario carraspeó haciendo un intento titánico por salir de aquel embeleso que Ana le provocaba siempre– … estás de miedo, colega; pareces un muchachito– expresó chistoso alejándose de nuevo de ella y se rieron alegres.
Ya en la ranchera de Bruno, Mario daba inexplicables vueltas por la ciudad antes de tomar camino del orfanato ante la mirada intrigada de Ana
–¿Se puede saber a que viene que des tanta vuelta estúpida? ¿No decías tener prisa?– se atrevió a preguntar por fin
–Estoy comprobando que no nos siguen, quiero asegurarme bien– explicó sin dejar de observar atento por los espejos retrovisores. Ella hizo un leve movimiento de cabeza entendiendo y al fin Mario tomó camino al orfanato
–¡¡Anita!!– exclamó alegre la anciana monja al verla por el ventanuco y, sin más preámbulos, abrió la portezuela y ambas se fundieron en un tierno pero apasionado abrazo
–Hola hermana Adela– la saludó Ana besándola cariñosa en las mejillas pero sin dejar de abrazarla –Que bien que hayas podido venir mi niña, nos tenías tan preocupadas y te echábamos tanto de menos– decía la hermana sin soltarla, de pronto la retiró levemente y la observó de arriba abajo– pero se te ve bien pequeña, muy recuperada; cuando la hermana María nos contó como te había dejado ese mal hombre...– expuso sobrecogida y su voz se quebró no pudiendo continuar hablando, los tres se quedaron en silencio; la hermana tomó aire profundamente para recuperar la compostura y sonrió alegre de nuevo– pero ya estás aquí con nosotros de nuevo y la hermana María se llevará una gran alegría cuando te vea– resolvió feliz y Ana sonrió complacida de también estar de regreso
–¡Ana!– gritó la pequeña Chispita desde el patio al descubrirlos y corrió entusiasmada hacia sus brazos, ella la recogió feliz.
–Hola mi niña preciosa; cuanto te eché de menos, Dios mío– expresó llena de amor besándola repetidamente en las mejillas mientras la hermana y Mario sonreían tiernos observándolas
–¡¡Ana!!– corearon al unísono el resto de niños apareciendo de pronto también en el patio al oír a Chispita y la rodearon dichosos queriéndola también abrazar
–Ey, de uno en uno o acabaréis tirándome– protestó jovial abrazando y besándolos a todos. Mario los observaba sonriendo cautivado por todo el cariño que se demostraban. Se percató de que Chispita, aún en brazos de Ana, lo miraba fijamente por encima de su hombro. Él le dedicó una dulce sonrisa y ella movió su dedito índice indicándole que se acercara; Mario obedeció
–Cumpliste tu promesa– le dijo encantada la pequeña
–Claro, siempre cumplo mis promesas– remarcó rotundo y, sin esperárselo, la pequeña lo besó en la mejilla. Todos sonrieron ante aquel inesperado gesto de la pequeña
–¿Es este tu novio, Ana?– indagó pícaro uno de los niños que apenas tendría ocho años de lindos ojos castaños y el rostro pecoso riéndose malicioso provocando las risitas traviesas del resto
–Pero ¿qué dices Martín? Sabes que mi único novio eres tú– replicó chistosa Ana haciéndole cosquillas al muchachito en la cintura provocando que se revolviera intentando escabullirse de ella y todos rieron a carcajadas; dejó a Chispita en el suelo no sin antes volverla a besar con suma pasión en las mejillas– ¿Y dónde está nana María?– preguntó interesada, se la notaba ansiosa por ver a la hermana
–Con Andreita en la sala de juegos- respondió vivaracha Chispita, Ana la miró intrigada– ¡¡Ah, que tonta; si tú aún no conoces a Andreita!!– exclamó pegándose levemente en la frente con la palma de su manita provocando las risas de Mario– Ven que te la enseño, llegó hace dos meses; cuando tú dejaste de venir– explicó llevando de la mano a Ana hacia una de las edificaciones que rodeaban el patio; todos las seguían bien pegados a Ana. La anciana hermana Adela le palmeó suavemente el brazo invitándolo también a seguirlas y él obedeció.
La edificación era una estancia enorme con viejos sofás dispares diseminados formando pequeñas pero acogedoras salitas individuales que parecían usarse para distintas funciones: unos estaban cerca de librerías, seguro que era la zona de lectura; otros frente a un televisor apagado, otros frente a una chimenea donde otra anciana monja tricotaba junto a la hermana María que sostenía un bebé en brazos... pero por todas partes había juguetes. Juguetes de todo tipo: coches, muñecas, de construcción, pelotas... Mario no pudo evitar sonreír ante aquel precioso desorden
 –Ana hija, que alegría tenerte de vuelta– exclamó feliz la hermana María al verla y se besaron cariñosas en las mejillas; Mario pudo detectar el alegre brillo en la mirada de la joven monja al ver a Ana. Realmente la quería muchísimo y no podía disimularlo
 –Oh que preciosidad de criaturita, déjemela nana María– suplicó amorosa Ana
–Llegó unos días después de que te...– explicó la hermana María mientras se la entregaba en brazos a Ana, pero se calló unos segundos observando las miradas ávidas de los pequeños atendiendo a su conversación– ...de que te pusieras malita y no pudieras volver– resolvió hábil y, tanto ellas como Mario sonrieron entrañables– Hola Mario, bienvenido también– lo saludó efusiva, él le sonrió ameno –Ey colega ¿sabes jugar al fútbol?– le preguntó el picaruelo de Martín a Mario
–Me defiendo– respondió chistoso
–Pues vamos entonces los chicos a echar un partidillo; cuando se despierta la pequeña Andrea, las chicas se quedan embobadas con ella y se acabó el jugar con nosotros– resolvió tomándolo de la mano y lo guió al patio seguido de los otros cuatro muchachos.
Pasó la tarde alegre y entretenido jugando al balón con los chicos. Todos eran una ricura alegre y llena de vida. Pero quien lo enamoró fue el pequeño Martín, aquel picaruelo de ojos castaños y pecosillo era un vivaracho y encantador trasto.
–A merendar– anunció una monja desde la entrada a la sala donde habían dejado a Ana y todos corrieron a la llamada dejando a Mario atrás. La monja lo esperó cortés– son unos diablillos encantadores pero así anuncias comida, se vuelven locos y se olvidan hasta de las buenas costumbres y la educación– le comentó tierna, Mario rió divertido– soy la hermana Sara, la superiora de este centro– se presentó cordial mostrándole su mano
–Mario, inspector de policía– se la estrechó amistoso
–Lo sé; la hermana María nos tiene al tanto de todo lo que ha hecho por nuestra Ana, muchas gracias –No hay por qué, solo hago mi trabajo– aclaró sencillo, pero ella le sonrió agradecida de igual manera y entraron en la sala; los pequeños se dispersaran por los sofás dando buena cuenta de los bocadillos y zumos que había en unas bandejas sobre las mesitas mientras no paraban de enredar unos con otros llenando la estancia de bulliciosa alegría. Mario se quedó extasiado mirando a Ana; sentada en el sofá que antes ocupaba la hermana María, le daba con un cariño indescriptible el biberón a la pequeña Andrea mientras la observaba con gran dulzura en aquellos ojos grises. Irradiaba tanto amor que sobrecogía.
–Es maravillosa ¿verdad?– lo sacó de su embeleso la hermana Sara aún a su lado, él solo sonrió dulcemente– es un ángel, da tanto amor siempre sin apenas darse cuenta... a todos por igual, pero tiene autentica devoción por los mas pequeños y desvalidos– siguió hablando con ternura sin dejar de mirar a Ana
–Igualito que su madre– expresó resuelta la monja ancianita que tejía en el sofá. Mario la miró descolocado
–¿Cómo qué igualito a su madre? Tenía entendido que la abandonaran en el torno y nada sabían de su madre– indagó interesado Mario mirando desconfiado a la madre superiora, ella sonrió dulcemente –Y por supuesto que así fue, hijo; no le haga caso a la hermana Hortensia, está ya muy mayor y su cabeza empieza a fallarle confundiendo las cosas– aclaró desenfadada la hermana aunque Mario detectó un leve nerviosismo en su mirada que lo desconcertó– ¿le apetece un té con pastas? Las hace la hermana Gertrudis y están buenísimas– propuso cordial tomándolo del brazo y llevándoselo hacia el sofá donde estaba Ana junto a la hermana María... ¿o más bien alejándolo de la anciana hermana Hortensia? Se preguntó desconfiado Mario
–No gracias, el té no me gusta; prefiero café si puede ser– respondió educado, la hermana María lo miró atónita
–¿Cómo que no te gusta? Cuando yo te lo ofrecía en casa de Ana lo tomabas– expuso incrédula provocando la curiosidad de Ana y las hermanas que lo miraban intrigadas
 –Sí, claro, pero...– empezó a hablar detenidamente buscando una excusa con la que salir airoso, pero la hermana María lo miraba tan intensamente frunciendo el ceño que se vio incapaz de mentir y resopló derrotado– lo siento hermana, pero usted no me lo ofrecía: ya me lo ponía delante de las narices y no iba a rechazárselo; pero la verdad es que no me gusta el té, no me gusta nada– aclaró sincero sonrojándose abochornado y todos rompieron a reír divertidos.

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